En diciembre de 1963 mi padre compró un televisor alemán de la marca Körting, algo que en principio no parece extraño, si no fuera porque en Canarias, donde vivíamos, aun no habían comenzado las emisiones de la televisión, por lo que a veces lo encendíamos, nos sentábamos delante de él y nos poníamos a ver una nieve en blanco y negro, que parecía caer sin descanso, haciendo un ruido parecido al de los alimentos cuando se fríen en la sartén.
El aparato llegó a casa en una caja de cartón, que a mí me pareció enorme, mi padre, que era bastante habilidoso, la recortó y me construyó un castillo para que jugara con mis "soldaditos", tenía dos torres, almenas, ventanas e incluso un puente levadizo que se elevaba y bajab con unas cadenas unidas a un lápiz en el que se enrollaban.
El aparato llegó a casa en una caja de cartón, que a mí me pareció enorme, mi padre, que era bastante habilidoso, la recortó y me construyó un castillo para que jugara con mis "soldaditos", tenía dos torres, almenas, ventanas e incluso un puente levadizo que se elevaba y bajab con unas cadenas unidas a un lápiz en el que se enrollaban.
Entonces vivíamos en un pequeño piso alquilado, en la tercera planta de un edificio vagamente racionalista, que aún está en la calle de la X, número 1, puerta 22, como si fuera una quiniela, y el castillo se puso en una habitación de paso que hacía de comedor, gracias a una mesa plegable que se abría todos los días para almorzar, era evidente que el castillo no podría durar mucho, porque estorbaba; según mi padre, Carlos, un amigo mío, se cayó encima y lo destruyó, pero no lo recuerdo, más bien creo que se eliminó para dejar sitio. La verdad es que no lo lamenté demasiado. Posiblemente no recordaría el castillo si mi padre antes de romperlo, no me hubiera sacado una fotografía con él, me parece recordar que un domingo por la mañana, yo acababa de cumplir siete años y en el colegio los curas me habían dicho que ya tenía "uso de razón".
Cincuenta y seis años después, esa fotografía, ocupa parte de la cubierta de un libro, reproducido aquí arriba. Estoy seguro que mi padre jamás lo hubiera supuesto y yo tampoco, pero ha sido una elección muy acertada del editor de Newcastle Ediciones, Javier Castro Flórez, gracias a quien he podido escribirlo. Ahora me cuesta mucho decir algo más sobre este libro, por eso, para explicar de qué trata, lo mejor es reproducir la versión "extendida" del texto que aparece en la solapa posterior:
Hoy en día ha cambiado radicalmente el modo como recibimos las imágenes en movimiento, ahora ya no llegan solo a través de las pantallas cinematográficas y de la televisión, sino también por otros medios, sobre todo, el ordenador y el teléfono móvil, usados por todos individualmente, sustituyendo a los anteriores medios colectivos. El telespectador ya no tiene por qué ser un sujeto pasivo que soporta lo que emiten las cadenas, ahora puede elegir su propia programación, gracias a que el televisor también se ha convertido en el receptor de lo emitido por otros dispositivos, como si se tratara de una pantalla cinematográfica. A pesar de ello, el receptor de televisión sigue siendo un artefacto con el que todavía convivimos en todas las casas y en la mayoría de los establecimientos públicos. En este momento de cambio es fundamental recordar y analizar qué sucedió entonces, cuando apareció este artefacto, convirtiéndose en un intruso que afectó tanto a la vida de todos los ciudadanos, como a los lugares donde se instaló. En este libro se reflexiona sobre este hecho, sobre la poderosa influencia de este extraño, primero en los ámbitos domésticos, que comenzó con algo que parece simple, pero que no lo era, la elección del lugar donde debía estar el receptor; su impacto fue tan enorme que además logró modificar el paisaje urbano de todas las ciudades a causa de las antenas que florecieron en las cubiertas de los edificios; una vez instalados, los propios televisores, ya fueran fijos o portátiles, habían de cumplir su función y además eran unos muebles que se incorporaron a la decoración doméstica, surgiendo el debate si debían ocultarse o dejarse a la vista; la televisión también afectó a las personas, que se convirtieron en telespectadores y hubo que buscarles el sitio adecuado para poder cumplir su función pasiva delante de los receptores; el intruso también causó el temor que provoca lo nuevo, generando reticencias y vaticinándose todo tipo de riesgos, que afectaron a los ámbitos donde se colocaban los receptores; los programas que se emitían provocaron que por primera vez la ficción irrumpiera con ímpetu en ámbitos antes inéditos, causando efectos insospechados; y todos ellos no solo se produjeron en los ámbitos domésticos, sino también en otros espacios ajenos hasta ese momento a la recepción de imágenes en movimiento y en otros creados para el nuevo medio como los teleclubs. El autor vivió todos estos cambios, por lo que es inevitable que sus experiencias, así como los testimonios de otras personas de su edad, se conviertan en referencias ineludibles para aportar un punto de vista personal, que sirve para complementar datos de las fuentes escritas, compuestos por informaciones y anuncios publicitarios, que hoy resultan anacrónicos, pero fueron fundamentales para el desarrollo de la sociedad en ese momento.
Las emisiones de televisión comenzaron en Canarias en febrero de 1964, a partir de ese momento nunca hemos vivido sin ese intruso que entró en nuestras casas y aún no las abandonado.
El intruso electrónico se presentará a mediados de septiembre en Madrid, ya está a la venta a través de la red en este enlace, además se ha distribuido en librerías de toda España y la lista completa puede consultarse en la página web de su distribuidor Liberantes y además solo cuesta nueve euros.
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