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10 marzo 2017

El extraño catódico

La semana pasada Javier Castro Florez publicó en facebook una fotografía con la cubierta de un libro que tiene mi nombre -por cierto, una cubierta preciosa- y la verdad es que por primera vez en mi vida, ha aparecido el diseño de la parte exterior de un libro mío que aún no he terminado de escribir. Un volumen que Javier publicará en la colección ÉCFRASIS de Newcastle Ediciones, perteneciente a su Fundación homónima, por lo que ya se sabe que, como los demás de esta preciosa colección, solo costará 8 euros. 
La fotografía de la cubierta la hizo mi padre en diciembre de 1963, cuando yo tenía siete años, y el castillo que está a mi lado me lo había construido él con la caja de cartón en la que llegó el primer televisor a mi casa, varios meses antes que comenzaran las emisiones en Canarias.
El texto del libro surgió a raíz de un artículo publicado en la revista Metalocus hace ya seis años y que reproduje en este blog, desde entonces he estado trabajando intermitentemente en la relación de los espectáculos domésticos -música, radio, cine y televisión- con el espacio arquitectónico y por eso este último libro tiene el subtítulo «La TV en el espacio arquitectónico», ya que debido a la extensión que pueden tener los libros de esta colección solo estoy escribiendo sobre los orígenes de la televisión.
Un texto que me está costando mucho porque por primera vez y por culpa de mi provecta edad, mis propios recuerdos son una parte importante de lo que estoy escribiendo y nunca he podido evitar el pudor que casi me impide escribir en primera persona, de hecho el artículo que antes mencionaba está escrito en tercera persona, para evitar el posible ridículo que pueden ocasionar unas vivencias sin interés. También es cierto que este es uno de los textos con el que más me estoy divirtiendo y disfrutando, gracias a lo que he aprendiendo y tengo que agradecerle su gran ayuda a Concepción Cascajosa, una de las personas que más sabe sobre televisión, y a María Begoña Sánchez Galán, una experta en todo tipo de publicidad; lo curioso es que estoy descubriendo cosas que viví, pero de las que no era consciente, quizás por la edad que tenía entonces y el lugar donde vivía, en estos peñascos en medio del Atlántico, por lo que estoy teniendo una sensación como de haber sido engañado o de haber estado casi en una realidad paralela...
Esperemos que cuando este libro se publique no desmerezca entre el resto de títulos de la colección y pueda interesarle a quienes tengan curiosidad, entre otros aspectos, por los cambios que puede ocasionar un aparato aparentemente inocuo en el espacio arquitectónico y, por supuesto, en la trayectoria vital de sus moradores.

17 febrero 2011

La televisión y el castillo de cartón

En el último número de Metalocus han tenido la amabilidad de publicarme un articulito, dentro de una sección sobre la vivienda y las vivencias que algunos lugares y/o aparatos han despertado en nuestras vidas, el mío se titula «La televisión y el castillo de cartón» y dice lo siguiente: 
«El padre de Jorge compró el aparato de televisión muy pronto, tanto que ni siquiera habían empezado las emisiones en las Islas. La caja era enorme, o eso le parecía a Jorge, y su padre con la paciencia y la habilidad que siempre había tenido, la convirtió en un castillo de cartón que casi no cabía en el comedor, por lo que pronto desapareció, tras sufrir daños irreparables cuando Josechu se cayó encima y le aplastó una de las torres. La televisión, una Körting alemana con laterales imitando madera, se colocó en la sala con el sofá y los sillones vueltos hacia ella y la vida de la familia cambió. Jorge recordaba a su padre y su madre leyendo cada uno un libro en silencio, o escuchando un disco, también callados, a partir de que las primeras imágenes penetraron en la sala, la habitación se animó, se hablaba, venían amigos a ver los partidos, su padre llamaba mentirosos a los presentadores del Telediario... sólo había silencio durante algunas películas. La animación reinaba enfrente de aquel aparato, algo así como el fuego de la chimenea que nunca hubiera cabido en aquel piso, y al mismo tiempo una ventana -eso sí en blanco y negro- abierta hacia otros lugares del Mundo. La ficción había penetrado en el lugar más sacrosanto de la realidad, en el interior del hogar, y ya nada volvería a ser como antes.
Los años pasaron y muchos pensaron que aquel aparato no era digno de estar ocupando un sitio privilegiado, por lo que lo ocultaron en el llamado “cuarto de la tele”, mientras a veces colocaban otro en el dormitorio. Ahora había color y después más cadenas por lo que se podían ver programas distintos -aunque en el fondo idénticas- al unísono.
Tuvieron que llegar los televisores planos con grandes pantallas, para que los aparatos volvieran a los lugares de honor de las salas, pero también aparecieron en las cocinas, y en los dormitorios de los niños, y hasta en algunos cuartos de baño. Esos aparatos no sólo servían para ver lo que emitían las cadenas, para recibir información, sino que empezó a poderse entrar en su interior, a que uno fuera el protagonista de aventuras insólitas y además se unieron a otros aparatos y se convirtieron en inteligentes, desde sus pantallas se podía controlar la propia casa... y los televisores se transformaron en algo más que un mecanismo inerte, fueron imprescindibles, y la ficción se fundió aún más con la realidad.
Lo cierto es que hoy, medio siglo después de que aquel televisor entrase en su casa, Jorge se acuerda perfectamente de las primeras imágenes que vio en su pequeña pantalla gris, pero casi ha olvidado cómo era el castillo de cartón que le construyó su padre».
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