Ordenando archivos, esta vez digitales, me he encontrado un par de artículos que sólo tratan asuntos cinematográficos, sin hablar de arquitectura. Ya sé que rompo una de las premisas de este blog, pero quizás puedan interesarle a alguien. Este que publico debajo creo que me lo pidió Alejandro Togores, pero no lo llegó a usar, lo que sí recuerdo es que apareció publicado en el periódico local El Día. Uno de sus temas es la relatividad de las modas y modos cinematográficos.
Cuando se piensa en la Naturaleza siempre se evocan plácidas imágenes estáticas de paisajes en las que a lo sumo se mueven lentamente las nubes. Sin embargo, esta evocación jamás podrá ser estática cuando se piensa en el mar, las masas de agua en continuo movimiento impiden una visión fija.
El Cine es fundamentalmente el Arte del Movimiento, por eso es lógico que desde sus comienzos, desde que Lumiére proyectó El mar en su primera proyección, se usase como objeto de las filmaciones un elemento tan espectacular y exótico, para quienes no lo conocen, como el mar.
Se usase como objeto, pero en raras ocasiones como sujeto, es curioso que el mar haya sido el marco donde se han movido los protagonistas pero pocas veces haya sido él mismo protagonista. Es indudable que este "marco" es un componente decisivo en los argumentos y no es lo mismo que una historia transcurra en tierra a que suceda en el mar.
El mar se convierte en un elemento casi siempre hostil donde el hombre debe realizar sus tareas, donde encerrado en un recinto sin posibilidad de escapar, habrá de enfrentarse con sus semejantes y con los peligros que le rodean.
La tormenta.
Entre estos peligros, la tormenta, la galerna, el tifón o incluso el maelstrom, serán los más espectaculares, por eso hay muy pocas películas que transcurran en el mar donde sus personajes, hacia la mitad de sus peripecias, no deban sufrir la furia desatada de los elementos. Piratas, pescadores, náufragos o incluso pasajeros de lujosos trasatlánticos, se verán barridos por las olas, inmersos en los aullidos del viento y de sus propias voces para hacerse entender, gracias a esa inútil manía que tienen los personajes cinematográficos de moverse siempre al filo del peligro.
Nunca veremos finalizar una tormenta en el cine, habrá un corte brusco en su máximo fragor y el siguiente plano será la calma que, según se dice, sigue a las catástrofes naturales. Los personajes, los que queden vivos, suspirarán aliviados y estarán encantados con su buena suerte, quizás porque no saben que aún les queda por recorrer la mitad del metraje de la película y bastantes peligros más por sortear.
La fauna.
El hombre, posiblemente por su miedo a lo desconocido siempre ha buscado enemigos que justifiquen sus más bajas acciones. Así como las tormentas son casi inevitables en las películas de tema marino, pocas veces faltarán una o varias aletas negras triangulares rodeando a los personajes. Los pobres tiburones, incluso cuando no son los protagonistas absolutos, han sido el azote del marino, la encarnación del mal, el fin de varios secundarios sin importancia y de algún que otro villano repugnante, mientras el chico abraza horrorizado-encantado a la chica.
Pero los tiburones no han sido los únicos pobladores del mar que se han dedicado a diezmar sistemáticamente a los personajes de las películas, ha habido otros innumerables peligros que acechan bajo la superficie: mantas, barracudas, rayas eléctricas, especies bivalvas, calamares gigantes o pulpos de perturbadores rejos que aparecen en el momento más oportuno, cogiendo a algún secundario o incluso -demostrando mejor gusto- a la protagonista, antes de sucumbir al arpón o el hacha del celoso héroe.
Mención aparte merece la alevosa actitud demostrada en el cine hacia los cetáceos. Desde la ballena blanca, pasando por varias orcas, este tipo de animales quizás por ser tan mamíferos como los hombres y, según dicen, casi tan inteligentes, han sido su antítesis por excelencia.
Moby Dick, la ballena blanca, era según su creador la encarnación del mal, pero haciendo una relectura de la historia con nuestro punto de vista, es fácil distinguir quién encarna realmente al mal, entre el animal que se defiende de quienes le atacan por oscuros motivos, y el cetrino, demente y antipático capitán que es capaz de sacrificar a su tripulación con tal de intentar lograr su obsesivo objetivo.
Los cambios no se notan sólo en las interpretaciones modernas de los mitos, un animal en principio tan poco fotogénico como la orca, ha sido protagonista de dos películas en las que su actitud ha cambiado, desde ser la especie asesina, inteligente y terroríficamente vengativa que iba diezmando todo un pueblo, hasta una criatura inteligente, bondadosa y con más virtudes que unos hombres malvados capaces de encerrarla en un acuario donde tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Los extremos suelen ser igualmente ridículos.
La realidad
El Cine afortunadamente suele reflejar poco la realidad y nada la objetividad, sólo en algunos documentales se ha llegado a aproximarse un poco a la vida real. Ya casi nadie recuerda que se debe al controvertido Jacques-Yves Cousteau el primer intento serio de acercarse al mar desde un punto de vista, si no objetivo, sí al menos del cariño y el respeto. El título de la película era El mundo del silencio (1955) y es el único título que se va a citar en este artículo además de por su acierto, por su significación más allá del tópico. Obtuvo un Premio en Cannes y dignificó al mar y sus pobladores a los ojos de millones de espectadores que seguían incrédulos las evoluciones de los submarinistas ante la inmensa "pecera" en que se había convertido la pantalla de su cine.
En definitiva el mar es fundamental para un arte del movimiento y a pesar de que la mayoría de las veces el único mar filmado pertenecía a los inmensos estanques de los estudios y que los protagonistas sucumbían a las tormentas y a diversa fauna, la ficción despertó la vocación de muchos de aquellos niños, que con los ojos abiertos por el asombro, seguían las peripecias de bucaneros, aventureros y exploradores. Quizás porque al final sólo se recordaban aquellos atardeceres en Technicolor en que el protagonista llevaba la rueda del timón, abrazando a la chica, mientras se superponía aquel fatídico The End.
Cuando se piensa en la Naturaleza siempre se evocan plácidas imágenes estáticas de paisajes en las que a lo sumo se mueven lentamente las nubes. Sin embargo, esta evocación jamás podrá ser estática cuando se piensa en el mar, las masas de agua en continuo movimiento impiden una visión fija.
El Cine es fundamentalmente el Arte del Movimiento, por eso es lógico que desde sus comienzos, desde que Lumiére proyectó El mar en su primera proyección, se usase como objeto de las filmaciones un elemento tan espectacular y exótico, para quienes no lo conocen, como el mar.
Se usase como objeto, pero en raras ocasiones como sujeto, es curioso que el mar haya sido el marco donde se han movido los protagonistas pero pocas veces haya sido él mismo protagonista. Es indudable que este "marco" es un componente decisivo en los argumentos y no es lo mismo que una historia transcurra en tierra a que suceda en el mar.
El mar se convierte en un elemento casi siempre hostil donde el hombre debe realizar sus tareas, donde encerrado en un recinto sin posibilidad de escapar, habrá de enfrentarse con sus semejantes y con los peligros que le rodean.
La tormenta.
Entre estos peligros, la tormenta, la galerna, el tifón o incluso el maelstrom, serán los más espectaculares, por eso hay muy pocas películas que transcurran en el mar donde sus personajes, hacia la mitad de sus peripecias, no deban sufrir la furia desatada de los elementos. Piratas, pescadores, náufragos o incluso pasajeros de lujosos trasatlánticos, se verán barridos por las olas, inmersos en los aullidos del viento y de sus propias voces para hacerse entender, gracias a esa inútil manía que tienen los personajes cinematográficos de moverse siempre al filo del peligro.
Nunca veremos finalizar una tormenta en el cine, habrá un corte brusco en su máximo fragor y el siguiente plano será la calma que, según se dice, sigue a las catástrofes naturales. Los personajes, los que queden vivos, suspirarán aliviados y estarán encantados con su buena suerte, quizás porque no saben que aún les queda por recorrer la mitad del metraje de la película y bastantes peligros más por sortear.
La fauna.
El hombre, posiblemente por su miedo a lo desconocido siempre ha buscado enemigos que justifiquen sus más bajas acciones. Así como las tormentas son casi inevitables en las películas de tema marino, pocas veces faltarán una o varias aletas negras triangulares rodeando a los personajes. Los pobres tiburones, incluso cuando no son los protagonistas absolutos, han sido el azote del marino, la encarnación del mal, el fin de varios secundarios sin importancia y de algún que otro villano repugnante, mientras el chico abraza horrorizado-encantado a la chica.
Pero los tiburones no han sido los únicos pobladores del mar que se han dedicado a diezmar sistemáticamente a los personajes de las películas, ha habido otros innumerables peligros que acechan bajo la superficie: mantas, barracudas, rayas eléctricas, especies bivalvas, calamares gigantes o pulpos de perturbadores rejos que aparecen en el momento más oportuno, cogiendo a algún secundario o incluso -demostrando mejor gusto- a la protagonista, antes de sucumbir al arpón o el hacha del celoso héroe.
Mención aparte merece la alevosa actitud demostrada en el cine hacia los cetáceos. Desde la ballena blanca, pasando por varias orcas, este tipo de animales quizás por ser tan mamíferos como los hombres y, según dicen, casi tan inteligentes, han sido su antítesis por excelencia.
Moby Dick, la ballena blanca, era según su creador la encarnación del mal, pero haciendo una relectura de la historia con nuestro punto de vista, es fácil distinguir quién encarna realmente al mal, entre el animal que se defiende de quienes le atacan por oscuros motivos, y el cetrino, demente y antipático capitán que es capaz de sacrificar a su tripulación con tal de intentar lograr su obsesivo objetivo.
Los cambios no se notan sólo en las interpretaciones modernas de los mitos, un animal en principio tan poco fotogénico como la orca, ha sido protagonista de dos películas en las que su actitud ha cambiado, desde ser la especie asesina, inteligente y terroríficamente vengativa que iba diezmando todo un pueblo, hasta una criatura inteligente, bondadosa y con más virtudes que unos hombres malvados capaces de encerrarla en un acuario donde tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Los extremos suelen ser igualmente ridículos.
La realidad
El Cine afortunadamente suele reflejar poco la realidad y nada la objetividad, sólo en algunos documentales se ha llegado a aproximarse un poco a la vida real. Ya casi nadie recuerda que se debe al controvertido Jacques-Yves Cousteau el primer intento serio de acercarse al mar desde un punto de vista, si no objetivo, sí al menos del cariño y el respeto. El título de la película era El mundo del silencio (1955) y es el único título que se va a citar en este artículo además de por su acierto, por su significación más allá del tópico. Obtuvo un Premio en Cannes y dignificó al mar y sus pobladores a los ojos de millones de espectadores que seguían incrédulos las evoluciones de los submarinistas ante la inmensa "pecera" en que se había convertido la pantalla de su cine.
En definitiva el mar es fundamental para un arte del movimiento y a pesar de que la mayoría de las veces el único mar filmado pertenecía a los inmensos estanques de los estudios y que los protagonistas sucumbían a las tormentas y a diversa fauna, la ficción despertó la vocación de muchos de aquellos niños, que con los ojos abiertos por el asombro, seguían las peripecias de bucaneros, aventureros y exploradores. Quizás porque al final sólo se recordaban aquellos atardeceres en Technicolor en que el protagonista llevaba la rueda del timón, abrazando a la chica, mientras se superponía aquel fatídico The End.
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