Portada de Volvoreta n.º 6, diciembre de 2023. |
Este número de la revista que, como todos los que he visto, es magnífico reúne una serie de artículos sobre la obra original y todas sus adaptaciones, así como unos anexos con la novela, los guiones de ambas películas, las dos comedias y un DVD con la primera de las cintas.
El protagonista de la novela y de la primera película, Federico Solá, es arquitecto y ya escribí sobre él en La imagen supuesta: Arquitectos en el cine, pero ahora, después de los años y con más elementos de juicio, es interesante volver sobre él para saber cómo se ha reflejado la profesión en la literatura, el teatro y el cine.
Empezando por el principio, por el texto de Fernández Flórez, se describe la vida de su personaje como «una eslabonada serie de fracasos y de amarguras, de luchas económicas y de derrotas sentimentales», hasta que se ve «animado de un verdadero entusiasmo por el cemento», incluso publicando «frecuentes artículos en las revistas profesionales, cantando al hormigón»; gracias a estos conocimientos confía obtener un puesto en la fábrica de cementos «El Castor» pero, aunque se lo habían prometido miembros del Consejo de Administración, la plaza se la dan «al yerno del ingeniero-director», que nunca ha estado en la fábrica.
A pesar de estos angustiosos precedentes, Federico acepta dar una conferencia en el Círculo Científico y Recreativo: «La verdad es que nadie podría decir, después de examinar una por una a las sesenta y cuatro personas que había en la sala, qué interés misterioso, qué afán de martirio o qué necesidad de cultura les llevaba a asistir a una conferencia que se había anunciado así, bien claramente, en todos los diarios: "El hormigón armado y las construcciones modernas". Federico Solá, como cualquiera en aquel caso, podía estar seguro de hacer las afirmaciones más arriesgadas acerca de la utilidad del hormigón o calumniarlo villanamente, sin encontrar a un solo contradictor en todo el concurso».
En la conferencia, sin embargo, nadie se aburre porque su verdadero tema es el anuncio del próximo suicidio del conferenciante. A partir de ese momento, se hace famoso y cambia la actitud de sus conciudadanos.
Cerca del día en que va a matar, decide ir a visitar a Evaristo Argüelles «cacique barrigudo amo de la provincia» e «Ilustre por manejar unos cuantos municipios, por haber conseguido una plaza de senador vitalicio», para comunicarle que ha decidido llevárselo con él, matándolo antes de suicidarse, «para no irse sólo». Evidentemente Argüelles no está de acuerdo con esta idea, por lo que hace todo lo posible para que Federico desista, cuando este le confiesa que es arquitecto, el cacique exclama: «¡Pero por Dios! ¡Magnífica cosa! ¿Y está desesperado? Un arquitecto no se mata nunca, joven; un arquitecto construye casas, construye palacios, gana dinero, lucha...» Desgraciadamente Solá sólo ha tenido ocasión de edificar un garaje y además se hundió. Argüelles insiste en animarle y para ello le expone que «el arquitecto provincial está próximo a jubilarse. Ha robado tanto, que ya le aburre. Precisamente estaba yo preocupadísimo buscando alguna persona competente a la que hacer nombrar en su puesto. ¿Quiere usted ser esa persona? Buen sueldo y... abundantes negocios», para rematar su argumentación le asegura que el arquitecto se hizo rico en cinco años. Federico acepta y Argüelles dice: «En la Diputación provincial mando yo; mi palabra es ya el nombramiento».
Es interesante lo que un inteligente y caustico humorista, como Fernández Flórez, opinaba sobre los arquitectos a finales de la Dictadura de Primo de Rivera, una profesión elegida posiblemente por las analogías entre el cemento con la vida gris y plomiza del personaje.
Ante todo, al protagonista no le interesan las tareas propias de un arquitecto, hacer proyectos o construir edificaciones, sino sólo estudiar el hormigón, siendo su única ambición trabajar en una fábrica, pero fracasa porque se queda parado, una circunstancia muy extraña en una época en que, por haber pocos profesionales, casi todos tenían trabajo y además eran considerados --normalmente por ellos mismos-- como una casta privilegiada. El otro arquitecto que se nombra, pero no se muestra, es el municipal, tan corrupto como el cacique e involucrado en negocios turbios que le han enriquecido en poco tiempo.
La salvación del mediocre Federico no está relacionada con su admirado hormigón, sino que, gracias a las influencias políticas de un indeseable, puede conseguir un puesto codiciado, convirtiéndose en un deshonesto funcionario público.
Como puede comprobarse, el aparente final feliz ideado por Fernández Flórez en realidad es una ácida crítica de la sociedad española de aquellos años, que podría aplicarse también a los posteriores.
En la primera adaptación cinematográfica, Federico Solá (Antonio Casal) trabaja en la fábrica de cemento El Castor y no consigue un puesto que le había prometido su Consejo de Administración, dándoselo al yerno del «ingeniero director»; él mismo afirma que es: «el único hombre que ha tenido la humorada de dedicar su vida por entero al estudio del cemento armado. Donde ha surgido la oportunidad y también donde no ha surgido, he cantado sus bondades» y concluye: «¡He cimentado mi existencia en el hormigón, porque es lo que creía más seguro, y ahora veo derribarse mis ilusiones por la competencia de un cretino cualquiera!».
Va a impartir una conferencia en el Círculo Recreativo titulada «El cemento armado y las construcciones modernas», sustituyendo el término hormigón de la novela, por cemento, aunque no suele hablarse de «cemento armado», sino de hormigón armado, relacionándolo con la fábrica donde trabajaba. En ese acto anuncia que va a suicidarse y al día siguiente en el diario local aparece su fotografía con un pie en el que lo califican como «eminente arquitecto».
Tras varias peripecias, Federico se enamora de la hija del «director de la sociedad de edificaciones», el señor Argüelles, y va a visitarlo a su despacho, diciéndole que su desgracia «ha consistido en la falta de un amor y la falta de un empleo en el que poder desarrollar mis conocimientos adquiridos después de muchos años de estudios. Yo soy arquitecto...», Argüelles le responde: «Compañero» y le da la mano, pero Solá añade: «Compañero, si... de carrera, pero no de fortuna. Usted ha triunfado y en cambio a mi... el fracaso de la vida me ha llevado al suicidio. Pero antes de morir quiero vivir o hacerme la ilusión de que vivo de verdad», por eso quiere un amor y un trabajo: «una colocación».
Argüelles señalando al plano. |
Solá le dice que es un hombre modesto y Argüelles le contesta: «¡Que disparate! Soy la personificación del orgullo y además un pinta, señor ¡Lo que se dice un pinta! Con tres amiguitas y una oficina en la que apenas se trabaja, porque nos pasamos la mayor parte del tiempo jugando al tute, o divirtiéndonos con una mecanógrafa que...» y añade «me paso el día con las piernas encima de la mesa, masticando puros, y escupiendo sobre los muebles». Finalmente le da el empleo a Federico.
Evidentemente Argüelles está quitándose méritos y hablando mal sí mismo, para que Federico elija a otra persona que lo acompañe, pero no es extraño que en aquella época hubiera estudios de arquitectura en los que los aparejadores e incluso los delineantes, fueran quienes desarrollaban los proyectos, limitándose el arquitecto a firmarlos y después cobrar los honorarios.
Comparando esta película con la novela de Fernández Flórez, Argüelles ya no es un cacique, ni un político, sino un arquitecto y el puesto que obtiene Federico no es el de funcionario corrupto, sino de empleado en una empresa privada.
En la comedia teatral Las maletas del más allá, antes citada, escrita por Félix Ros, recogiendo varios textos de Fernández Flórez y estrenada en 1952, su protagonista llamado Alberto Boluda, también es arquitecto y su tercer acto, sucede en el despacho del cacique local, Don Práxedes, el padre de Paula de quien se ha enamorado Alberto, donde se desarrolla una conversación entre los arquitectos, que se parece mucho al diálogo entre Federico y Argüelles de la novela corta.
Parecería extraño que en la España franquista de principios de los años cincuenta, una obra teatral hiciera una crítica tan corrosiva contra las autoridades, aunque fueran caciquiles, pero hay que tener en cuenta que la acción de esta comedia se desarrolla en Iberina –un país ficticio inventado por Fernández Flórez-- y «al comenzar “los felices 20”».
El protagonista de la obra de teatro antes mencionada, Mañana me mato, escrita por Pedro Pérez Fernández y estrenada en 1935, no es arquitecto, sino millonario y ni siquiera se llama Federico, sino Luis.
En la segunda versión cinematográfica, también dirigida por Rafael Gil, pero en 1970, Federico Solá (Tony Leblanc) es profesor de bachillerato de la asignatura de latín en un colegio en Segovia, donde le tratan con desprecio tanto los profesores como los alumnos, su novia le abandona, malvive en una pensión y decide suicidarse. También amenaza a Argüelles con llevárselo con él, el prohombre decidirá entonces darle la mano de su hija y un trabajo en su empresa. Nadie es ya arquitecto.
Recuérdese que los sesenta y primeros setenta fueron los años del boom de la construcción en España y por eso sería absurdo que hubiese un arquitecto en la indigencia.
Como escribí en La imagen supuesta: Arquitectos en el cine: «El hombre que se quiso matar es un buen ejemplo de cómo una misma historia, aun manteniendo el argumento casi igual, va variando según lo hace el momento histórico».
Por último, aprovecho para recomendar la extraordinaria revista Volvoreta, a todos los estudiosos y aficionados al cine y la literatura, a los que seguro no les defraudarán sus estupendos artículos, la copiosa documentación aportada y su cuidada edición.
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