Es lógico que se hayan hecho muchos estudios sobre las relaciones entre Le Corbusier y el cine, teniendo en cuenta que es uno de los arquitectos --junto con Wright-- más famoso y posiblemente de los mejores del siglo veinte, entre ellos artículos generales, tesis doctorales, se ha visto su relación con Eisenstein y con Pierre Chenal... Ahora no pretendo escribir algo original sobre el arquitecto suizo y la imagen en movimiento, pero encontré su artículo «Esprit de vérité!», publicado en la revista Mouvement en 1933, lo he traducido --pido excusas a los traductores de verdad--, respetando las cursivas e intentado mantener su sintaxis, en la que se mezclan la ingenuidad con el panfleto, y como creo que es interesante, lo copio aquí:
¡Espíritu de Verdad!
Aquí, también, aquí esencialmente. En el cine: espíritu de verdad.
Lo he reclamado, insistentemente, para la arquitectura; y, en la época de la preparación de la Exposición Internacional de Artes Decorativas, en 1924, quise decir que el arte decorativo no tenía derechos, era un globo hinchado doloroso y engorroso.
El esplendor de la vida y su drama están en la verdad; y el cine, en el 90% de su producción, es mentira. Simplemente explota una prestigiosa ventaja técnica: la eliminación de las transiciones, la supresión posible y sencilla de «puntos muertos». Así, nos tranquiliza con imágenes, a veces atrayentes. Y pacientemente esperamos.
Esperamos la verdad.
Es cierto que todo, -y aquí también- es arquitectura, es decir ordenación, establecimiento de relaciones y, por la elección de las relaciones: intensidad. Pero solo existe la posibilidad de relaciones intensas si los objetos considerados son precisos, exactos, agudos (Un banco de niebla puede ser considerado como un evento preciso).
Por eso, es necesario concebir y luego hay que ver. Hay que tener la noción de la visión. O, buscar a los hombres que ven, es probar la experiencia de Diógenes.
El teatro y la gente de teatro, que cuentan las historias, han llevado al cine a la perdición. Esta gente llena de énfasis y frases se han interpuesto entre nosotros y el verdadero mirón: el objetivo.
Como hemos caído tan bajo, sería útil confiar de nuevo, por un tiempo, en la técnica en sí misma, para volver a lo esencial. A los elementos. Y conducir así a una reanudación consciente de las posibilidades del cine. Y, así, poder descubrir la vida, en lo que tiene de verdad, en lo que contiene tan prodigiosamente intenso, variado, múltiple.
La base es el aparato de la física, el objetivo de la cámara, un ojo.
Un ojo que es impasible, insensible, implacable, despiadado, sin emotividad. Este ojo ve de manera diferente a la nuestra, y aquí está porqué:
Es probable que el aparato registrador de nuestra visión humana sea el más admirable y perfecto dispositivo óptico. Pero lo que ve es percibido solo por nuestro entendimiento, que es la clave innumerable para medir la totalidad de las sensaciones humanas. Estamos limitados en el registro de nuestra visión por la presencia simultánea de otras percepciones que intervienen en el mismo momento, abarrotando nuestra clave, invadiéndola, sumergiéndola. Si todo es, para nosotros, sinfónico, sintético, sincrónico, todo también es solo la medida media, escala humana: una especie de zona central, que es nuestro entendimiento. Y sabemos lo limitado que es. Y qué esfuerzos deben hacer quienes llamamos los científicos o los genios para ampliar a la izquierda o a la derecha algún camino más lejano.
Pero si, por una afortunada coyuntura, se ha hecho algún descubrimiento, hemos podido apreciar la luz que proyecta más allá de las cosas conseguidas. La Ciencia y su hija todavía joven, la Máquina, han extendido algunos de nuestros medios de percepción y han tendido los puentes más allá de las zonas infranqueables para nuestros sentidos y nuestros recursos.
Así, las diversas máquinas de calcular, creadas en los últimos tiempos, nos han permitido emprender una serie de cálculos hasta ahora inaccesibles, y han proyectado repentinamente muy lejos ciertas investigaciones. Sin la máquina, esos cálculos eran quiméricos. El científico que anteriormente intentó tal aventura se sometió a semanas de desgaste para obtener uno de los términos de una ecuación aún indecisa. Tanta era la fatiga que la imaginación, el impulso espiritual, que había iniciado la empresa, se disipaba, se agotada, desaparecía; el razonamiento fue aniquilado en su marcha viva por los días, las semanas y los meses engullidos en cálculos extenuantes.
Una creación mecánica: la máquina impasible y sin fatiga... y es la liberación de pensamiento. En pocos días el científico completa la curva de su hipótesis; concluye, enuncia, formula. Ha nacido una ley. E infinitas consecuencias pueden resultar de ella en la vida de los hombres.
El objetivo de la cámara es uno de esos interruptores de fatiga.
Mientras experimentes el efecto de las contingencias, mientras tengas calor o frío, mientras estés fatigado o distraído, mientras tu propia conciencia esté cargada de acontecimientos interiores, mientras el tumulto o el silencio te abrumen, etc., etc., una lente de cristal y una película sensible funcionan brillantemente.
Un ojo de dios, de un demiurgo, mientras que tú no eres más que un pobre buen hombre asaltado por la vida.
El documental, sobre todo el científico (Painlevé, o las películas milagrosas sobre el crecimiento de semillas y de plantas), ha desvelado misterios del Universo que antes estaban fuera de nuestra percepción.
Pero me gustaría, aquí, que el objetivo nos revelara la intensidad de la conciencia humana a través de fenómenos visuales que son de naturaleza tan sutil y tan rápida que no estamos organizados para descubrirlos y registrarlos; no podemos observarlos, sentimos simplemente su resplandor.
Hasta ahora, en su conjunto, el cine se ha extraviado de darnos la conciencia humana, la imagen transpuesta a las formas artificiales de la mímica, método que pertenece al teatro. En el escenario, lo imperceptible es, por supuesto, inutilizable: una transposición es indispensable.
Sin embargo, cuando el gozo de una felicidad está dentro de nosotros, en nuestro interior; cuando la inquietud nos oprime; cuando la angustia ocupa todos los planos de nuestra sensibilidad, parecemos en la calle, como en casa, contener tantos acontecimientos diversos, en un molde, un jarrón --rostros, gestos y actitudes-- casi indiferentes. Sin embargo, el amigo que encontramos nos dice: «¿Tienes esto? ¿Tienes aquello?». Lo ha sabido por signos perceptibles: el matiz, el infinito matiz del juego de la vida, en nosotros. Este encuentro inesperado del amigo representa precisamente esta distancia que establece una relación.
Digo entonces que el objetivo sin nervios ni alma, es un mirón prodigioso, un descubridor, un revelador, un editor.
Y por él, podemos entrar en la verdad de la conciencia humana. El drama humano se nos abre.
Esto es lo que nos interesa.
Por un lado, el espectáculo del mundo (y el avión, el microscopio, la cámara lenta, la luz eléctrica, etc., aportan al cine sus inmensos recursos), el espectáculo del mundo puede sernos dado.
Por otro lado, la verdad de nuestras conciencias puede ser mostrada, más que eso, puede ser revelada a nosotros mismos.
Naturaleza y conciencia humana son los dos términos de la ecuación que nos interesa. No se necesita nada más, todo está ahí.
¡Que construyamos sobre estas realidades, sobre estas verdades: composición, equilibrio, ritmo! ¡Qué el lirismo se apodere de él para llevar esta investigación al terreno de la obra creativa!
Creo haber demostrado que el cine se sitúa desde entonces sobre su propio terreno. Que se ha convertido en una forma de arte en sí misma, un género, como la pintura, la escultura, el libro, la música, el teatro, son los géneros...Y que todo esté abierto a su investigación.
Ya no es decente soñar en grandes puestas en escena en estudios, en parafernalia ruinosa, en superpelículas y en superproducciones.
El gran arte emplea medios pobres.
El gran arte es, en verdad, sólo relaciones.
El cine apela «a los ojos que ven». A los hombres sensibles a las verdades. Diógenes puede encender su linterna: es inútil que se embarque para Los Ángeles.
Lo he reclamado, insistentemente, para la arquitectura; y, en la época de la preparación de la Exposición Internacional de Artes Decorativas, en 1924, quise decir que el arte decorativo no tenía derechos, era un globo hinchado doloroso y engorroso.
El esplendor de la vida y su drama están en la verdad; y el cine, en el 90% de su producción, es mentira. Simplemente explota una prestigiosa ventaja técnica: la eliminación de las transiciones, la supresión posible y sencilla de «puntos muertos». Así, nos tranquiliza con imágenes, a veces atrayentes. Y pacientemente esperamos.
Esperamos la verdad.
Es cierto que todo, -y aquí también- es arquitectura, es decir ordenación, establecimiento de relaciones y, por la elección de las relaciones: intensidad. Pero solo existe la posibilidad de relaciones intensas si los objetos considerados son precisos, exactos, agudos (Un banco de niebla puede ser considerado como un evento preciso).
Por eso, es necesario concebir y luego hay que ver. Hay que tener la noción de la visión. O, buscar a los hombres que ven, es probar la experiencia de Diógenes.
El teatro y la gente de teatro, que cuentan las historias, han llevado al cine a la perdición. Esta gente llena de énfasis y frases se han interpuesto entre nosotros y el verdadero mirón: el objetivo.
Como hemos caído tan bajo, sería útil confiar de nuevo, por un tiempo, en la técnica en sí misma, para volver a lo esencial. A los elementos. Y conducir así a una reanudación consciente de las posibilidades del cine. Y, así, poder descubrir la vida, en lo que tiene de verdad, en lo que contiene tan prodigiosamente intenso, variado, múltiple.
La base es el aparato de la física, el objetivo de la cámara, un ojo.
Un ojo que es impasible, insensible, implacable, despiadado, sin emotividad. Este ojo ve de manera diferente a la nuestra, y aquí está porqué:
Es probable que el aparato registrador de nuestra visión humana sea el más admirable y perfecto dispositivo óptico. Pero lo que ve es percibido solo por nuestro entendimiento, que es la clave innumerable para medir la totalidad de las sensaciones humanas. Estamos limitados en el registro de nuestra visión por la presencia simultánea de otras percepciones que intervienen en el mismo momento, abarrotando nuestra clave, invadiéndola, sumergiéndola. Si todo es, para nosotros, sinfónico, sintético, sincrónico, todo también es solo la medida media, escala humana: una especie de zona central, que es nuestro entendimiento. Y sabemos lo limitado que es. Y qué esfuerzos deben hacer quienes llamamos los científicos o los genios para ampliar a la izquierda o a la derecha algún camino más lejano.
Pero si, por una afortunada coyuntura, se ha hecho algún descubrimiento, hemos podido apreciar la luz que proyecta más allá de las cosas conseguidas. La Ciencia y su hija todavía joven, la Máquina, han extendido algunos de nuestros medios de percepción y han tendido los puentes más allá de las zonas infranqueables para nuestros sentidos y nuestros recursos.
Así, las diversas máquinas de calcular, creadas en los últimos tiempos, nos han permitido emprender una serie de cálculos hasta ahora inaccesibles, y han proyectado repentinamente muy lejos ciertas investigaciones. Sin la máquina, esos cálculos eran quiméricos. El científico que anteriormente intentó tal aventura se sometió a semanas de desgaste para obtener uno de los términos de una ecuación aún indecisa. Tanta era la fatiga que la imaginación, el impulso espiritual, que había iniciado la empresa, se disipaba, se agotada, desaparecía; el razonamiento fue aniquilado en su marcha viva por los días, las semanas y los meses engullidos en cálculos extenuantes.
Una creación mecánica: la máquina impasible y sin fatiga... y es la liberación de pensamiento. En pocos días el científico completa la curva de su hipótesis; concluye, enuncia, formula. Ha nacido una ley. E infinitas consecuencias pueden resultar de ella en la vida de los hombres.
El objetivo de la cámara es uno de esos interruptores de fatiga.
Mientras experimentes el efecto de las contingencias, mientras tengas calor o frío, mientras estés fatigado o distraído, mientras tu propia conciencia esté cargada de acontecimientos interiores, mientras el tumulto o el silencio te abrumen, etc., etc., una lente de cristal y una película sensible funcionan brillantemente.
Un ojo de dios, de un demiurgo, mientras que tú no eres más que un pobre buen hombre asaltado por la vida.
El documental, sobre todo el científico (Painlevé, o las películas milagrosas sobre el crecimiento de semillas y de plantas), ha desvelado misterios del Universo que antes estaban fuera de nuestra percepción.
Pero me gustaría, aquí, que el objetivo nos revelara la intensidad de la conciencia humana a través de fenómenos visuales que son de naturaleza tan sutil y tan rápida que no estamos organizados para descubrirlos y registrarlos; no podemos observarlos, sentimos simplemente su resplandor.
Hasta ahora, en su conjunto, el cine se ha extraviado de darnos la conciencia humana, la imagen transpuesta a las formas artificiales de la mímica, método que pertenece al teatro. En el escenario, lo imperceptible es, por supuesto, inutilizable: una transposición es indispensable.
Sin embargo, cuando el gozo de una felicidad está dentro de nosotros, en nuestro interior; cuando la inquietud nos oprime; cuando la angustia ocupa todos los planos de nuestra sensibilidad, parecemos en la calle, como en casa, contener tantos acontecimientos diversos, en un molde, un jarrón --rostros, gestos y actitudes-- casi indiferentes. Sin embargo, el amigo que encontramos nos dice: «¿Tienes esto? ¿Tienes aquello?». Lo ha sabido por signos perceptibles: el matiz, el infinito matiz del juego de la vida, en nosotros. Este encuentro inesperado del amigo representa precisamente esta distancia que establece una relación.
Digo entonces que el objetivo sin nervios ni alma, es un mirón prodigioso, un descubridor, un revelador, un editor.
Y por él, podemos entrar en la verdad de la conciencia humana. El drama humano se nos abre.
Esto es lo que nos interesa.
Por un lado, el espectáculo del mundo (y el avión, el microscopio, la cámara lenta, la luz eléctrica, etc., aportan al cine sus inmensos recursos), el espectáculo del mundo puede sernos dado.
Por otro lado, la verdad de nuestras conciencias puede ser mostrada, más que eso, puede ser revelada a nosotros mismos.
Naturaleza y conciencia humana son los dos términos de la ecuación que nos interesa. No se necesita nada más, todo está ahí.
¡Que construyamos sobre estas realidades, sobre estas verdades: composición, equilibrio, ritmo! ¡Qué el lirismo se apodere de él para llevar esta investigación al terreno de la obra creativa!
Creo haber demostrado que el cine se sitúa desde entonces sobre su propio terreno. Que se ha convertido en una forma de arte en sí misma, un género, como la pintura, la escultura, el libro, la música, el teatro, son los géneros...Y que todo esté abierto a su investigación.
Ya no es decente soñar en grandes puestas en escena en estudios, en parafernalia ruinosa, en superpelículas y en superproducciones.
El gran arte emplea medios pobres.
El gran arte es, en verdad, sólo relaciones.
El cine apela «a los ojos que ven». A los hombres sensibles a las verdades. Diógenes puede encender su linterna: es inútil que se embarque para Los Ángeles.
Scott MacKenzie recoge «Esprit de vérité!» en su libro Film
Manifestos and Global Cinema
Cultures: A Critical
Anthology y escribe que el arquitecto «considera la forma en que la mecanización, y en particular la mecanización provocada por el objetivo de la cámara, cambia la relación del espectador con lo real, revelando en el proceso una realidad científica nunca antes vista. Al igual que los constructivistas, Le Corbusier ve la mecanización como el principio definitorio del siglo XX».
Esto es cierto, pero lo primero que llama la atención es que el texto demuestra un desconocimiento casi total de lo que era el cine en 1933 --como también le sucedía a otros intelectuales y artistas--, de las avanzadas películas que ya se habían filmado, de hecho, parece que está proponiendo mejoras en el cine que se había rodado en los inicios del siglo XX, incluso en su intento de diferenciarse del teatro, algo propio de aquellos años..
También es curioso que no escriba sobre relaciones entre cine y arquitectura --como hacía Mallet-Stevens-- sino que utiliza la imagen en movimiento como un medio al que extrapola sus ideas arquitectónicas, abogando por la sencillez e incluso por la verdad o las verdades: «composición, equilibrio, ritmo», pero --eso sí-- con «lirismo» para que sea una «obra creativa».
En fin, ahí queda un texto más interesante por quién es su autor, que por su propio contenido, por si a alguien le pueda interesar estudiarlo con más profundidad.
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