Cubierta diseñada por Fernando Mircala |
Donostia Kultura y la Filmoteca Vasca acaban de editar el número 14 de la Colección Nosferatu, titulado Distopía y cine: Futuro(s) imperfecto(s), que ha coordinado por Antonio José Navarro y cuyo contenido es fácil de adivinar por su título. Está dividido en tres apartados: "Orígenes filosóficos y literarios", "Sociedades distópicas, pasajes distópicos" y "Autoría y distopía", y los autores de los artículos son por orden de aparición: Óscar Brox, Antonio José Navarro, Tomás Fernández Valenti, Diego Salgado, Tonio L. Alarcón, Fernando de Felipe, Jesús Palacios, Luis Pérez Ochando, Elisa McCausland, Pablo Herranz, Roberto Curti, Iria Barro Vale, Ramón Freixas, Joan Bassa, Álvaro Peña, Quim Casas y Roberto Morato.
El coordinador me encargó un artículo sobre la ciudad distópica, que se publica en el tercer apartado y que lleva el título de esta entrada, debo aclarar que el Ghost in the Shell al que me refiero es la versión con personajes reales estrenada este año.
Como este número de Nosferatu aún se puede adquirir en las librerías, reproduzco a continuación solo los dos primeros párrafos de mi artículo:
Como este número de Nosferatu aún se puede adquirir en las librerías, reproduzco a continuación solo los dos primeros párrafos de mi artículo:
En el plano inicial de Metrópolis (Metropolis; Fritz Lang, 1927) se ve una aglomeración de rascacielos con ventanas distribuidas uniformemente, mientras la luz va cambiando, iluminando sus fachadas y formando figuras geométricas con ángulos agudos, en un fundido encadenado se pasa de esa visión urbana a unas máquinas en movimiento y después a un reloj cuyos punteros van llegando a su parte superior donde hay un cero, cuando llegan, aparece el primer intertítulo de la película, una sola palabra: “Turno”; entonces se cruzan dos grupos de trabajadores cabizbajos en formación y aparece el segundo texto: “En las profundidades de la tierra estaba la Ciudad de los Obreros”, mostrándose unos edificios iguales entre sí, con fachadas lisas y sin ornamento. En el tercer intertítulo se puede leer: “Tan profunda estaba la ciudad de los obreros por debajo de la tierra, tan por encima de ella se alzaba el bloque de casas, llamado Club de los Hijos, con sus aulas y bibliotecas, sus teatros y estadios”; aunque lo único que se muestra es esta última edificación. El siguiente título es: “Los padres, para los que cualquier movimiento del engranaje de las máquinas se transformaba en oro, habían regalado a sus hijos el milagro de los Jardines Eternos”, viéndose unas plantas y unas fuentes donde juguetean los chicos con unas muchachas. Desde el principio se contraponen dos mundos antagónicos pero interconectados, en el subsuelo malviven los trabajadores, mientras los privilegiados disfrutan del deporte y la diversión al aire libre.
La segunda secuencia de Ghost in the Shell: El alma de la máquina (Ghost in the Shell; Rupert Sanders, 2017) comienza con un vertiginoso movimiento de cámara volando sobre las calles de una gran ciudad, entre edificios altos, como si recorriera un enorme desfiladero artificial, hasta que llega a la cima de un rascacielos donde está la protagonista observando a la población desde arriba, situada en un lugar elegido para poder escanear lo que sucede en el interior de un hotel. La urbe es abigarrada, llena de gente y vehículos, pero a pesar del aspecto exterior duro y cerrado de sus edificios, sus interiores se pueden escudriñar desde fuera gracias a la tecnología de vigilancia.
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