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Ayer se publicó en el suplemento de cultura del periódico La provincia un artículo escrito por Claudio Utrera sobre mi libro Panorámicas urbanas. 50 películas esenciales sobre la ciudad, que reproduzco a continuación:
“Sí, efectivamente, se publica un número excesivo de libros de cine en nuestro país, pero un gran porcentaje de ellos no despierta siquiera la mínima atención como para emprender su lectura”. Con estas palabras, perfectamente extrapolables al ámbito de la música o del cine, aludía hace unos días un destacado historiador y escritor catalán, a través de una larga conversación telefónica, a la sobreproducción de literatura cinematográfica que jalona el mercado nacional a lo que le repliqué que lo que no se editan, como sí sucede en el mercado editorial británico, en el estadounidense o en el francés, son libros de todas las tendencias y para todos los niveles posibles sino, por el contrario, libros con alma de best seller que versan en su mayoría sobre asuntos de escaso recorrido intelectual, libros epidérmicos, de consumo rápido para lectores sin otra aspiración que aliviar su insaciable sed mitómana mediante lecturas muy ligeras acerca de sus estrellas favoritas o de títulos que fisgonean, sin el menor pudor, en la vida privada de figuras prominentes del star system, cuando no de biografías abiertamente hagiográficas cuyo único objetivo es lisonjear sin el menor sonrojo la figura del biografiado, algunas de las cuales, por cierto, podrían ser fácilmente rastreadas en el ámbito de nuestra propia Comunidad a lo largo de los últimos años.
Tal vez por eso, cuando se rompe felizmente con esa tónica y descubrimos publicaciones de ámbito nacional que van más allá de los patrones impuestos por el mainstream, como es el caso de Panorámicas urbanas. 50 películas esenciales sobre la ciudad, el nuevo ensayo del arquitecto e investigador canario Jorge Gorostiza (Santa Cruz de Tenerife, 1956), el panorama cambia sustancialmente. La lectura, en resumidas cuentas, resulta mucho más gratificante para un lector que, como este comentarista, aspira cada vez que abre un nuevo libro a que le cuenten cosas que antes no le habían contado, o que sí le habían contado pero no de la forma más inteligente y si, además, todo esto se hace con el rigor analítico que muestra Gorostiza en su último libro, pues doble satisfacción. La originalidad y la coherencia de su enfoque, unido al interés que despierta en cualquier amante del cine el estudio de tantos filmes memorables desde una perspectiva tan sugestiva, como ocurre en este breve pero enjundioso ensayo, han logrado excitar especialmente nuestra curiosidad.
Autor de más de una decena de publicaciones sobre las relaciones entre el cine y el mundo de la arquitectura, así como de algunas monografías, como la dedicada al cineasta británico Peter Greenaway en 1995 o al canadiense David Cronenberg en 2003, Gorostiza nos propone esta vez un ilustrado viaje alrededor del cine desde los reflejos que éste proyecta sobre las ciudades que ha retratado a lo largo de su historia. Un asunto que le permite, desde semejante prisma, analizar películas tan decisivas en la evolución histórica del arte cinematográfico como Batalla en el cielo (2005), Taxi Driver (1976), Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), El tercer hombre (The Third Man, 1949), La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, 1966), El vientre del arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), Happy Together (Chun gwong cha sit, 1997), Memorias del subdesarrollo (1968), El show de Truman: Una vida en directo (The Truman Show, 1998), Noches blancas (Le notti bianche, 1957), En la ciudad blanca (Dans la ville blanche, l983), Lost in translation, 2003, El mundo (Shìjè, 2004), La caja china (Chinese Box, 1997), M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) y así hasta alcanzar la cincuentena.
“Las ciudades, asegura Gorostiza en la introducción del libro, ya no se conocen solo por descripciones verbales, literarias, pictóricas o fotográficas, porque desde la aparición del cine se sabe cómo son gracias a las imágenes en movimiento, por los recorridos que hacen las cámaras por sus lugares más icónicos y emblemáticos, consolidando el papel de estos lugares como símbolos de toda la población. Con la popularización de Internet, estas imágenes se han reforzado, pero también se han ampliado gracias a la cantidad de cámaras que existen y la facilidad de usarlas, teniendo acceso a esas imágenes ahora más personas que nunca antes en la historia”.
De una u otra manera, el cine ha conseguido reinventar las ciudades, dotarlas de una nueva dimensión, de un nuevo significado que traspasa su condición meramente referencial para constituirse en un elemento de profundo valor metafórico, dentro del conjunto de factores que integran siempre cualquier puesta en escena. Es por tanto un hecho absolutamente inobjetable que ciudades como, pongamos por caso, Nueva York, Roma, Berlín, Viena, Las Vegas, Hiroshima, Los Ángeles, París, Milán, Tokio, San Francisco o Casablanca, se hayan convertido en algo distinto desde que el cine puso sus cámaras en ellas. Muy pocas se han resistido al proceso de mitificación al que han sido sometidas por el poder transformador de las cámaras y por la plena identificación del público con la reinvención de espacios cargados de emoción, complicidad y memoria.
Sin la existencia de películas como París dormido (Paris qui dort, 1923), Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities, 1935), Los amantes de Montparnasse (Montparnasse, 19, 1957), Gigi (Gigi, 1958) o ¿Arde París? (Paris, brûle-t-il?, 1966) la capital francesa, por ejemplo, no habría formado parte del imaginario popular del siglo XX ni su proyección internacional hubiera sido la misma. Lo mismo sucede con Viena y El tercer hombre, su principal vehículo promocional desde hace 67 años; con Londres y la miríada de filmes de todo género que hablan de esta singular metrópoli a lo largo de la historia; Shangai y las numerosas películas que la han inmortalizado, tanto desde Oriente como desde Occidente o la mítica Río de Janeiro, encumbrada por títulos del calado de Orfeo negro (Orfeus negro, 1959) o El hombre de Río (L´homme de Rio, 1964).
El libro es por lo tanto de carácter estrictamente indagatorio, de exploración dura y pura del arte cinematográfico desde un prisma poco habitual en la bibliografía cinematográfica tradicional, lo cual representa un valioso ingrediente adicional para satisfacer los elevados deseos de cualquier lector que pretenda explorar el séptimo arte desde puntos de vista que se alejen lo más posible de las propuestas analíticas más convencionales.
A lo largo de su historia, el cine ha generado toneladas de buena literatura, tanto de carácter divulgativo como histórico y ensayístico, de cuya utilidad intelectual podemos dar fe quienes llevamos consumiéndola durante décadas como un complemento imprescindible, o como un “hábito congénito y primordial”, que diría Muñoz Molina, para entender un fenómeno cultural tan influyente, complejo y poliédrico.
Pero no todos los libros sobre el tema que se exhiben en las librerías nos despiertan ya la misma atención y mucho menos el deseo de adquirirlos compulsivamente, con impulso de viejo coleccionista, como nos sucedía en épocas felizmente pretéritas a todos los que mantuvimos alguna relación adictiva con el cine. En un terreno tan profuso, y con algunos años ya a nuestras espaldas, hemos de afinar cada vez más nuestro olfato para establecer claramente las prioridades en el ámbito de nuestras lecturas y no dejarse atrapar por la impronta del consumidor compulsivo ni por la tan denostada tendencia a confiar en nuestras propias intuiciones.
De ahí que sigamos defendiendo el saludable propósito de aspirar al irrenunciable derecho a elegir, siempre que los efectos persuasivos de la publicidad, y en este terreno dichos efectos pueden resultar especialmente determinantes, no nos tuerzan nuestra voluntad de ser cada vez más exigentes a la hora de determinar qué nos interesa leer y de qué debemos prescindir en la abrumadora red de ofertas culturales que nos rodea día tras día. Mientras tanto, seguiremos dispensándole toda nuestra atención a la obra de historiadores como Jorge Gorostiza por su reiterado empeño en mostrarnos, con rigurosa puntualidad, la historia del cine a través de una mirada innovadora, moderna y sugerente.
Agradezco desde aquí a Claudio Utrera su análisis del libro y quiero mencionar que la estupenda película El mundo (Shìjè), incluida en el libro, la pude ver por primera vez gracias al Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria que en aquel entonces dirigía Claudio, por lo que mi agradecimiento hacia él es doble.
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