17 septiembre 2015

Un tetraedro emocional: Loreak

Con José Mari Goenaga, Teatro Guimerá, 16 de septiembre de 2015
El año pasado publiqué aquí un artículo que había escrito sobre La herida, dirigida por Fernando Franco, a raíz de su proyección en el Teatro Guimerá dentro de un ciclo que han denominado encuentros con el cine que organiza Digital 104 y sufraga el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife.
Aunque parecía que no iban a celebrarse más, este año han vuelto estos encuentros y la primera película que se ha proyectado ha sido Loreak dirigida por Jon Garaño y José Mari Goenaga, que estuvo ayer en un debate con los espectadores que asistieron a la proyección de la película en el Guimerá. Como el año pasado, los responsables de Digital 104 me solicitaron que escribiera un artículo sobre la película que titulé: «Loreak, un tetraedro emocional», para publicarlo en su blog y aunque no tiene casi relación con la arquitectura, lo reproduzco a continuación:
 
Si las películas se pudieran esquematizar hasta convertirlas en cuerpos geométricos, Loreak sería un tetraedro, el poliedro formado por cuatro triángulos en sus caras, y en sus vértices habría cuatro personas, en el triángulo de la base tres mujeres y en el otro vértice, el superior, un hombre -hijo, esposo y compañero de trabajo de esas mujeres-, que las observa desde arriba, desde lo alto de una grúa; a este tetraedro le faltarían dos aristas en la base, las que conectan a una de las mujeres con cada una de las otras, porque no las conoce, no existen para ella, por lo que en el poliedro sólo quedaría un triángulo y una solitaria arista que enlaza al hombre con su compañera de trabajo, Ane, la mujer incomunicada con las otras dos; pero súbitamente el tetraedro se transforma, porque, aunque el vértice que ocupa el hombre sigue existiendo, se convierte en virtual, las relaciones cambian y el triángulo de las mujeres terminará conectándose, volviendo a existir sólo un triángulo, pero esta vez el de la base, el terrenal.
Cuando se visualiza un tetraedro siempre se piensa en un frío cuerpo geométrico de madera o plástico, sin embargo, es el sólido platónico que para la escuela pitagórica representaba al fuego porque se creía que sus átomos tenían esta forma. Algo parecido sucede con Loreak, si se observa desde fuera parece fría, con unos personajes que ahogan sus emociones, pero en realidad albergan sentimientos cálidos, inmersos en un mundo gélido.
Las mismas flores que desencadenan las acciones transmiten calidez y son bellas, pero también tienen un doble significado, por un lado expresan amor y por el otro dolor cuando el objeto de ese amor se ha perdido para siempre, al mismo tiempo que su materialidad silvestre y ajena al lugar donde se colocan, ya sea un jarrón en una vivienda o una lápida en un cementerio, está indisolublemente ligada a quien las envía y cuáles pueden ser sus secretas intenciones. Flores que irrumpen en las vidas y en la intimidad de las casas o se colocan en un altar improvisado sobre el frío metal de una valla de carretera secundaria, y provienen de la naturaleza; como una de las protagonistas que trabaja fuera de la ciudad, en un campo que pronto dejará de serlo por culpa del hombre que construye sus edificios sobre ese terreno virgen, un lugar donde aún pastan las ovejas, que sirven para confrontar lo natural con lo artificial, unos animales que transitan por Loreak y son víctimas, como corresponde a su “inocencia” explotada en la simbología cristiana y al mismo tiempo verdugos.
Tres mujeres, tres actrices completamente prodigiosas –Nagore Aramburu, Itziar Ituño e Itziar Aizpuru-, unidas en la lejanía por sus sentimientos, por lo que saben y, sobre todo, por lo que desconocen de sus rutinarias vidas, tres mujeres relacionadas por las flores, tres vértices de un tetraedro de fuego incompleto, un tetraedro lleno de emociones construido para guiarnos por las rutas de una historia fascinante.
 
Sobre todo, les recomiendo que vean esta subyugadora y fascinante película, seguro que me lo agradecerán.
 

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